sábado, 30 de mayo de 2009

HÁBITO LECTOR

Mucho antes de que un niño empiece a aprender a leer, ya se ha formado algunas actitudes respecto a la cultura escrita: a leer, a las letras, a los libros y a todo lo que esta impreso. Todo depende de cómo haya vivido los primeros años de su vida, de si en su entorno hay muchos libros o ninguno, de si ve a menudo a personas (padres y hermanos) que leen, o de si ya empieza a mirar y a observar libros. En conjunto los familiares y el entorno transmiten subliminarmente una actitud definida a la lectura. Por eso el trabajo de aprendizaje que inicia la escuela se edifica inevitablemente sobre estas actitudes, incipientes pero importantísimos, que constituyen las raíces de la lectura”. (Daniel Cassany: 2002, 208)

Podemos decir que uno de los espacios esenciales para la lectura es el hogar, definiéndola como la estación cero, el punto de partida de todo el proceso lector. En cierta medida, cada uno de los otros dos espacios claves (la escuela y la biblioteca) constituye una parada necesaria en nuestro camino como lectores autónomos.

La primera estación casi siempre nos prepara para leer la realidad, el entorno más inmediato en que transcurren los primeros años de vida: allí se aprenden a leer las expresiones en los rostros de nuestros familiares, los gestos mediante los cuales se nos transmiten las emociones, las peculiaridades de los objetos y de los animales que nos rodean... El hogar es, también, el sitio privilegiado para descubrir la palabra en su forma oral. Allí se nos revela que el vocablo casa no nos da cobijo, pero sí designa el lugar en que vivimos. Comienza, así, nuestra aventura por el mundo de las palabras escuchadas y dichas, hasta que un buen día alguien (nuestros padres, uno de los abuelos, una tía o un primo) nos muestra que ellas pueblan los libros bajo la forma de signos. Casi siempre, los viajeros abandonamos esta parada sin haber aprendido a desentrañar esas marcas impresas sobre el papel, pero todos sabemos que cuentan historias, que pueden ser muy musicales y cadenciosas, que atesoran muchísima información sobre el universo...

La segunda estación, la escuela, por lo general permite el encuentro con la lectura de la palabra. En el colegio se nos enseña a descifrar esas marcas impresas que llamaban nuestra atención desde las páginas de los libros y las revistas que veíamos en el hogar, a vincularlas con nuestra experiencia de vida. Comienza una nueva etapa del viaje en la que nos iniciamos en el manejo del código al cual obedecen esos signos lingüísticos y se nos abren las puertas para entender sus significados. Esta es, sin duda, una etapa decisiva y fundamental en el proceso de formación de todo individuo. Mediante la lectura, aprehendemos el mundo y lo incorporamos a nuestro acervo; a través de ella recibimos un rico legado de conocimiento y cultura. En este sitio, la responsabilidad se encuentra en manos de los docentes, quienes guardan la llave que nos permite acceder a los territorios poblados por la palabra escrita.

La tercera estación es la biblioteca, un territorio compartido por toda una enorme población de usuarios que entramos a ella en busca de libros y lecturas, con fines placenteros o utilitarios, en búsqueda del texto que puede entregarnos el dato preciso para nuestro estudio o de la lectura agradable para un rato de esparcimiento. Y cabría agregar que en la biblioteca se nos enseña a compartir y a respetar los bienes comunes, la propiedad social, a través del cuidado de los libros, que constituyen un patrimonio de la comunidad informal de usuarios, un bien por todos compartido.

Las tres estaciones, que conforman una especie de cadena, son importantes y todas las personas que interactúan con nosotros en estos espacios resultan decisivas en nuestra formación como lectores. En la infancia, casi siempre transitamos por esas estaciones, vamos y volvemos de una a otra, aunque la incidencia de ellas en nuestro itinerario lector suele ser muy distinta y, por consiguiente, singular.



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